miércoles, 11 de mayo de 2016

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I


¿Por qué tenés tanta tos? 
No sé. Por ahí tomé frío a la mañana. Salí desabrigado.

Y, sí. Nunca te ponés el saco. Siempre vas en camisa al trabajo.

Ya sabés que no siento el frío. Salgo de casa como puedo. Siempre estoy apurado.

Así andás tosiendo ahora.

La mujer suspiró resignada. Él carraspeó estruendosamente una vez más y rezongó por lo bajo. Se sacó la camisa y la esgrimió como un estandarte frente a la mirada atónita de su esposa. Se sentó en el sillón más cercano del living agitando aún la camisa húmeda.

¡Mirá! Está mojada. Toda transpirada por el calor que tengo.

No puede ser. Están haciendo nueve grados. Es casi invierno.

El hombre acercó la camisa al rostro de su mujer. 

Tocá. Empapada. Y el que sabe lo que su cuerpo siente soy yo. Tengo mucho calor. 

Para mí vos tenés fiebre. 

La mujer puso la palma de su mano en la frente del hombre. Movió la cabeza en forma negativa.

Estás volando de fiebre. Esperá que traigo un termómetro.
Mientras la mujer se dirigía a la habitación matrimonial, él se levantó y caminó en dirección al baño intentando hacer el menor ruido posible. Frente al espejo colgado en el pasillo notó la palidez de su rostro y las ojeras violáceas, similares a las de una persona que hubiera sufrido una golpiza. Sintió como a cada paso su cuerpo parecía pesar más y sus piernas parecían tener más dificultades en sostenerlo. A duras penas llegó al cuarto de baño y de un empujón cerró la puerta detrás suyo.
Corrió la cortina de la ducha y tanteó la canilla del agua caliente. Sintió el metal frío en la mano y eso pareció sacarlo por unos segundos de su sopor. Giró su mano y el agua comenzó a fluir. El vapor que emergía del agua caliente obnubiló su visión y lo mareó levemente. Pese a ello decidió darse un baño, con la clara intención de despejarse.
La mujer husmeó en el cajón de su mesa de luz y de una cómoda hasta encontrar el termómetro. Al regresar al living no encontró a su marido. Lo llamó pero no obtuvo respuesta. Continuó llamándolo mientras se desplazaba por las distintas habitaciones de la casa, sin resultado.
Un estruendo la sobresaltó, el sonido de algo que se rompía y de un objeto que caía pesadamente al suelo. Notó que el ruido provenía del baño más grande. Volvió a llamar a su marido sin obtener respuesta. Presintió la tragedia y corrió tropezando en el camino con el mobiliario y los adornos que se interponían entre ella y la puerta del cuarto de baño. Al aproximarse escuchó el ruido de la ducha y nada más.
Abrió la hoja de la puerta, hinchada por la humedad, que se resistió con un chirrido antes de dejar a la vista la escena. En el suelo, entre la pileta y el inodoro se encontraba la cortina de la ducha, arrugada, como si alguien hubiera tirado violentamente de ella. Un poco más allá, en la bañera se encontraba su marido, caído y sangrando por una herida en la cabeza. No pudo discernir si el hombre respiraba o no. 

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