jueves, 10 de agosto de 2017

SALIENDO DEL INFIERNO

El tren sale a las catorce horas de la estación. Con puntualidad alemana. La mujer está en el andén, como todos los días, unos cinco minutos antes del horario estipulado. Ve llegar la formación cuando esta toma la última curva a unos doscientos metros. Piensa en el tren como en un insecto. El gigantesco gusano de metal se acerca inexorablemente llevando en sus vísceras de hierro, plástico y demás materiales, las vidas de todos los que a diario son deglutidos por esta bestia que es una alegoría de todo lo rutinario. Su velocidad va disminuyendo a medida que se acerca.

La mujer da unos pasos adelante para poder estar lo más cerca posible de la puerta de uno de los vagones. Sabe que debe prepararse para subir rápidamente, para poder sentarse. Si no lo logra, la espera un largo trayecto de pie. Y en ese día caluroso... Cruza su mirada con el hombre que se encuentra a su derecha. Este le hace un gesto con la cabeza, un simple y cortés saludo. Esboza algo parecido a una sonrisa. Unos metros más allá, otro sujeto la observa con nerviosismo, gira su cabeza de un lado a otro mientras sostiene dos valijas de esas grandes, con ruedas. El hombre mira su reloj, balbucea algo inaudible para sus adentros. La mujer escucha un grito. No alcanza a discernir qué es lo que dice. 

La explosión la arroja al suelo con violencia. Alcanza a ver una nube de humo negro y unas llamaradas antes que la sangre le pegotee los ojos. Se toca la cabeza y se queda con algunos mechones de cabello en la mano. El hombre que se encontraba hasta ese momento a su lado, yace ahora unos metros más allá, boca abajo. No se mueve. Tampoco lo hace la anciana con bastón que estaba a su izquierda y que ahora parece más encorvada que antes con la mitad superior de su cuerpo doblada sobre el respaldo de uno de los asientos más cercanos. Se pregunta si la mujer está viva, aunque por la posición del cuerpo calcula que es imposible que lo esté. Más bien parece un muñeco de trapo al que un animal ha destrozado a mordiscos. No puede ver demasiado más. Siente un fuerte calor en su rostro y deduce que debe haber fuego cerca.

Siente unas manos que agarran su torso y se siente tironeada hacia atrás. Alguien la arrastra y sus piernas, rígidas, inútiles se deslizan sobre la sangre del suelo. En el frenesí de la huida nota que avanza (o retrocede, por la forma en la que es transportada) a través de un mar de cuerpos caídos. El humo la asfixia y tose en medio de un dolor insoportable. Se pregunta si tendrá costillas rotas. Ve pasar bomberos, policías, gente de traje, hombres y mujeres con uniformes ferroviarios. Todos corren hacia el andén, hacia el infierno. El infierno del que ella cree estar saliendo. Otras manos la levantan, con cuidado pero con decisión. La depositan sobre una camilla que ya ha sido utilizada. Lo sabe porque alcanza a ver una sábana con rastros de sangre. A toda velocidad la empujan hacia el exterior de la estación. El sol la ciega y le hace doler la cabeza, como si le estuvieran clavando algo. La suben a un vehículo. Pese a la sangre, las quemaduras y el dolor, suspira y sus músculos se relajan. Está viva.